¿Dolores de agonía o dolores de parto?

“Cuando los medios callan, las paredes hablan”
Pinta en una pared de Tegucigalpa


Manuel Torres Calderón – Periodista
Tegucigalpa / 31 de julio 2009.


Honduras vive momentos muy difíciles, de sociedad resquebrajada, incertidumbre y tragos amargos. Ningún golpe de Estado es rutinario, menos el perpetrado el 28 de junio y que va más allá de de la defenestración del Presidente Manuel Zelaya porque en su esencia está el intento de los sectores más conservadores y privilegiados  de desconocer la necesidad del cambio en esta sociedad desigual y autoritaria. Pero aún bajo esas condiciones es importante empezar a reconocer qué es lo nuevo en el Estado y en las relaciones sociales hondureñas bajo las actuales circunstancias, e impulsar un proceso colectivo de aprendizajes ante una realidad que tiene varios planos y  escenarios, visibles o encubiertos, pero todos a tomar en cuenta. La siguiente es una contribución a ese debate impostergable para que estos acontecimientos trágicos no terminen en los pactos de siempre entre los políticos, evadiendo no sólo las responsabilidades en que incurren, sino las causas verdaderas de la crisis.

Cuatro consideraciones previas
a) El golpe de Estado y la irrupción de un gobierno de facto  perpetrado el 28 de junio contra el Presidente Manuel Zelaya Rosales desencadenó la peor fractura de la transición democrática de Honduras (iniciada en 1982) y que había entrado en una etapa visible de franco agotamiento y retroceso. La fractura representa una interrupción en el proceso  institucional basado en la alternabilidad electoral en el poder, pero no llega a ser una ruptura, entendida ésta como un cambio en la correlación de poder y en el sistema vigente. De hecho es un golpe de Estado dentro del Estado mismo. Sin embargo, es una situación extrema en la cual los elementos de una ruptura se gestan o advierten a partir de la fractura. Lo que no puede anticiparse es su evolución, los protagonistas y tiempos. En todo caso  no podrá haber ruptura sin propuestas para lograrlo.
b) ¿Cómo se explica la violencia (humana, ideológica y material) de esta fractura; la más grave desde el retorno al orden constitucional? Básicamente por tener lugar en un escenario de crisis múltiple tanto en el plano nacional (política, económica, social y cultural) e internacional (la crisis financiera mundial que tiene su epicentro en EEUU, y la crisis política y de hegemonía latinoamericana que tiene su epicentro en Venezuela). Es bajo esa combinación, nacional e internacional, que se comprende mejor la magnitud alcanzada por el conflicto hondureño y lo que el golpismo representa.
c) Junto a lo estructural y lo coyuntural hay que sumar un tercer factor que tiene estrecha vinculación con la historia política de Honduras y es el caudillismo, encarnado, ésta vez, en Manuel Zelaya. La gestión del Presidente Zelaya  la desaprobaron sus propios compañeros de partido (el Liberal) y de la clase política y empresarial bipartidista que mostraron su intransigencia ante cualquier posibilidad de cambio o de oposición política y social que no esté bajo su control absoluto. El golpe no fue contra los hechos o realizaciones concretas del gobierno de Zelaya en desmedro de los denominados poderes fácticos, sino por el miedo de lo que podría ocurrir a sus intereses a partir de la vinculación del gobernante con Hugo Chávez,  el grupo de países del ALBA y el movimiento popular hondureño. El sistema político bipartidista, manipulado desde despachos empresariales, no admite fisuras, por pequeñas  que sean en un Estado de características corporativas, patrimonialistas, clientelares, centralizadas y autoritarias. En ese contexto, Zelaya es una figura clave en tanto encarna al Presidente-víctima y lo seguirá siendo mientras la acción de los usurpadores persista, pero la tendencia es que las consecuencias de lo ocurrido superen o rebasen su protagonismo.
d) Por otra parte, el elemento más representativo, dinámico y sorprendente en esta crisis ha sido el surgimiento de una oposición beligerante y plural al golpe de Estado, aún bajo condiciones extremas de represión. Movilizaciones, tomas de carreteras, puentes, actos culturales y de solidaridad e incluso sacrificios trágicos han permitido, bajo diversas motivaciones y afiliaciones, que amplios sectores de la ciudadanía pasaran en muy poco tiempo de la humillación, ofensa e intimidación inicial que conlleva un golpe de esta magnitud a una etapa de autoestima,  beligerancia y organización para la resistencia. El desafío es cómo evitar una tercera etapa: la del desencanto, previsible si los resultados de su esfuerzo no abren realmente las puertas del país a su democratización efectiva. Un referente obligado a tomar en cuenta fue la huelga de los fiscales (abril-mayo, 2008) contra la corrupción pública. Guardando las diferencias entre uno y otro caso, la huelga convocó durante 34 días una impresionante movilización y solidaridad, tanto nacional como internacionalmente, sin embargo, un año después la tarea de levantar un movimiento orgánico (el MADJ) volvió a ser tarea de pocos, por muchos esfuerzos, voluntad y compromiso que muestren los fiscales y otras personas que les apoyan. Ante ello surge una pregunta: ¿basta con alianzas temporales o que haya victorias simbólicas en la lucha por la democracia social hondureña o se requieren conquistas institucionales y vinculantes  concretas para una participación ciudadana sostenida y creciente? En una primera lectura de los hechos, el derrocamiento de Zelaya propició una alianza coyuntural anti golpe que no necesariamente se mantendrá en el largo plazo, pero que en lo inmediato ha logrado que se rompa con el conservadurismo y la tendencia a la pasividad, resignación o complicidad política que el mismo sistema ha propiciado por años y que solamente ha sido rota o cuestionada por unos pocos.

La agenda perdida de la transición
1. En 1982, con el retorno al orden democrático, se abrió en Honduras un abanico de transiciones que a partir del texto constitucional debía expandir las oportunidades y capacidades de las personas y de la sociedad en su conjunto para lograr un mayor bienestar colectivo. La primera transición era jurídica; pasar de un régimen de facto a uno de derecho, lo que llevaba implícito un proceso de desmilitarización de la sociedad; la segunda política; establecer el mecanismo electoral para garantizar la alternabilidad en el gobierno y ampliar los derechos civiles de la ciudadanía; la tercera económica; pasar de una economía cerrada y oligopólica a otra abierta, interna e internacionalmente; y la cuarta social; que en lo esencial implicaba pasar de una cultura autoritaria, represiva y representativa a otra democrática, tolerante y participativa, y a la reducción de las desigualdades y de la pobreza.
La línea de partida de esas transiciones fue compleja; en lo externo el conflicto centroamericano, con tres países vecinos en los cuales se disputaba el poder con propuestas antagónicas/violentas y en lo interno con una situación políticamente frágil e inestable, extrema debilidad institucional, economía carente de eficacia y competitividad, inequidades y desigualdades sociales profundas, crisis de identidad nacional y la fragmentación imponiéndose a la concertación.
El contexto requería de los sectores gobernantes una visión de país y un acuerdo nacional para intentar los tres desafíos básicos: la reforma institucional democrática, la modernización económica con sentido de equidad y la consolidación de prácticas democráticas participativas que fueran más allá de lo electoral. En términos generales, los dirigentes  políticos hondureños fracasaron en el cumplimiento de esas responsabilidades nacionales y su preocupación se concentró en resucitar el bipartidismo (entendido como un modelo de sociedad que tiene en los partidos Liberal y Nacional su eje político central) y acaparar la mayor cuota de poder posible. La ilegalidad y el irrespeto a la Constitución y demás leyes se convirtieron en un proceder y conducta rutinaria de la clase política dominante. Es en la ilegalidad, no en la legalidad, donde cimentaron su poder y el golpe es una consecuencia de ello.
2. De las cuatro transiciones, los mayores avances fueron pasar de un régimen de facto a uno constitucional civil, la disminución del protagonismo militar en la vida pública, establecer el mecanismo electoral para garantizar la alternabilidad en el gobierno, y pasar de una economía cerrada a otra abierta internacionalmente. En contraste, la agenda olvidada o sepultada fue  pasar de un régimen de facto a uno de derechos (lo que implica potenciar la ciudadanía, entendida ésta como el derecho de tener derechos), no se construyó un sistema de justicia independiente y eficiente, no se pasó de una economía oligopólica a otra abierta internamente (la tendencia fue al contrario, reduciendo a la ciudadanía al papel de elector y/o consumidor) y tampoco hubo un combate efectivo a la pobreza y las desigualdades. Con ello surge la contradicción de fondo de la democracia hondureña: promueve una democracia procedimental o instrumental  (siete elecciones generales consecutivas y más de cuatro mil leyes que se incumplen) pero no una democracia integral. Esa democracia procedimental o instrumental ni siquiera califica como una democracia electoral puesto que ésta realmente no ha existido. El sistema electoral fue creado y opera a partir de una lógica pro-bipartidista y bajo el supuesto de que son las elecciones las que crean la democracia y no la democracia la que crea las condiciones para elecciones democráticas. Por ello, progresivamente se fueron erosionando la credibilidad de los principales actores de la vida política (especialmente los partidos) y también de las instituciones democráticas (ilegalidad e ilegitimidad).
3. La gobernabilidad hondureña bipartidista se afianzó en la construcción misma de un Estado patrimonial y clientelista que tutelaba la corrupción pública y privada. Se estima que entre 1982 y el 2006 las pérdidas de fondos públicos por la vía de la  corrupción suman más de 700 mil millones de lempiras (tomando como promedio 10% del Presupuesto Nacional de cada año). Cabe preguntarse, ¿dónde fue a parar esa suma?, ¿qué poderes fácticos creó y consolidó?, ¿Qué repercusiones legales, políticas, económicas y culturales tuvo? ¿Qué inversión social pudo hacerse con esos recursos? Con cada gobierno no sólo aumentaban los montos de la corrupción sino que ese fenómeno y su impunidad capitalizaban poder en un grupo privilegiado que pronto estuvo en capacidad de capturar al Estado y a quienes lo administran. Ello explica que la necesidad de contar con programas de gobierno haya sido simplemente un requisito formal electoral, puesto que una vez ganadas las elecciones es cuando se estructura la agenda verdadera y sus beneficiarios, de tal manera que la democracia representativa consolidó un círculo político de hierro que se volvió corporativo y se lucró de sus influencias y conexiones con el Estado. Ese sector limitó la democracia  a un ejercicio electoral cada vez más desprestigiado por el fraude y la incompetencia de los gobiernos. Bajo esas condiciones disminuyó el entusiasmo de la población hacia las instituciones democráticas y sus mecanismos de consulta electoral. Desde 1985 hasta el 2005 la participación electoral en las elecciones generales bajó aproximadamente 33 puntos porcentuales, pasando de 84% a 56% del padrón electoral, y con una tendencia a incrementar los porcentajes de abstención/ausentismo en las votaciones, como ocurrió en las elecciones primarias de noviembre del 2008 cuando el abstencionismo-ausentismo rondó 66.4 % del electorado.
4. El abstencionismo/ausentismo ciudadano confirma un rechazo creciente a la política tradicional que ha manejado la transición, pero esa actitud en las urnas no deriva en  opciones políticas alternativas y democráticas. Lo que si subraya es que a la brecha social  y económica se suma una brecha política y de representatividad (crisis de liderazgos) que separa cada vez más a los actores políticos de la ciudadanía y a la ciudadanía de los actores políticos. Los políticos convertidos en gobierno y poder no toman en cuenta las preocupaciones fundamentales de la población: violencia,  alto costo de la vida, desempleo, corrupción, educación, salud, mala justicia y falta de esperanza en un futuro mejor. Con la crisis del Golpe de Estado se refleja precisamente la ausencia de una visión compartida, de lineamientos y proyectos comunes en la sociedad hondureña.
5. En el escenario estructural de fondo, el golpe de Estado es un acto de fuerza, pero también una manifestación de debilidad al reflejar el desgaste y  la crisis acumulada del modelo bipartidista. El saldo básico histórico de los gobiernos liberales y nacionalistas es la falta de oportunidades para todos y la concentración de las mismas para pocos; un país carente de estrategias (planificación) de desarrollo, de continuidad y mejoramiento de la calidad en sus políticas públicas. Cada gobierno inicia de cero para corresponder al clientelismo que lo lleva al poder. De esa manera, no son recursos financieros necesariamente los faltantes en Honduras para afrontar sus debilidades y carencias, sino ideas, compromisos y mecanismos efectivos de transparencia, control y rendición de cuentas. Más que falta de inversión social ha sido el mal uso –robo e ineficacia - de esa inversión social lo que ha imperado. Se estima que el gasto social per cápita pasó de 5.8 dólares en 1960, a 12 en 1970 y a 41 en 1980. Paradójicamente, en plena transición social, a lo largo de la década de los 80 el gasto social per cápita apenas se incrementó 3 dólares, para sumar 44 en 1990, cuando se inició el modelo de ajuste neoliberal. En todo caso, cualquiera sea el monto, el gasto social ha estado carente de esa abstracción que suele llamarse “voluntad política” a favor de la equidad y ello lo ha dejado expuesto a la corrupción institucional. La pauperización visible en los últimos 27 años de enormes contingentes de la población (y que explica sus éxodos y también su resistencia) no sólo es una violación clara a sus derechos fundamentales sino que ha cambiado el tejido de la sociedad y su percepción de la democracia. Muchos de esos pobres, declarados en rebeldía ante el golpe, son despectivamente llamados “los jucos” por los golpistas.
6. En el apartado de las raíces estructurales se debe apuntar que a una democracia socialmente injusta, con alta concentración de la riqueza en pocas manos, corresponde una institucionalidad débil y la ausencia de un enfoque de derechos en la gestión del Estado. El desplome total en estos días del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos es un ejemplo visible, pero no el único. Todas las instituciones involucradas en el golpe se encuentran en crisis. La búsqueda de la integración social y de mecanismos de cohesión no ha sido prioridad del Estado, al contrario, la desintegración se ha promovido no sólo como instrumento de control político sino de rentabilidad económica. Para el caso, la incesante emigración hacia el “norte” además de reducir la presión social (son las capas medias empobrecidas las que más escapan del país) se ha convertido en la principal fuente de divisas, por arriba del conjunto de las exportaciones de bienes y servicios. La oferta constitucional de 1982 era que todos los hondureños y hondureñas nacían iguales en derechos, pero eso es retórica; alejada de la realidad. Un indígena lenca, por ejemplo, tiene casi la mitad de la esperanza de vida que un habitante urbano con recursos económicos solventes. La propuesta política de Zelaya de convocar a una Asamblea Nacional Constituyente que aprobara una nueva Constitución encontró un asidero firme entre los sectores de la población que han sido y se consideran excluidos de su beneficio y aplicación. A manera de gran conclusión: la estabilidad institucional adquirida a partir de 1982 no condujo a una mejora importante de las condiciones de vida de la mayoría de la población. Hubo  “recuperación política”, pero no recuperación social ni económica.  Esa agenda olvidada es la que impide a Honduras abandonar el siglo XX.

El papel del neoliberalismo
7. En esta crisis tampoco hay que olvidar la responsabilidad del neoliberalismo y sus gestores, tanto nacionales como internacionales. La misma pregunta que recorre América Latina ha estado presente en Honduras: ¿cómo construir y sostener la democracia conviviendo con la desigualdad y la pobreza? Las desigualdades y la excesiva concentración de la riqueza en pocas manos no nacen con el modelo de ajuste implantado a partir de 1990, pero si se acentúan. Con el bipartidismo  la evolución de la economía hondureña se ha caracterizado por un bajo crecimiento anual del PIB per cápita y una injusta distribución de la renta nacional. Entre 1960-2000 el crecimiento anual per cápita promedio fue de 0,8%, contrastando con una tasa de crecimiento poblacional superior al 3% anual. Una consecuencia inevitable fue el debilitamiento del Estado, pero también del tejido social.  La brecha entre ricos y pobres creció, pero también la brecha entre los ricos y los clase media. Las cifras de la desigualdad en el ingreso varían conforme los métodos con los cuales se obtienen, pero tanto la CEPAL, Banco Mundial, OIT y otros organismos multilaterales coinciden en ubicar a Honduras en el primer bloque de los países más desiguales de América Latina, junto a Bolivia y Brasil, donde 10% de la población acapara hasta un 51% del ingreso nacional (o más). El ingreso per cápita del quintil más rico en Honduras supera en promedio 33 veces al del más pobre. De hecho, según la CEPAL, la evolución de la estructura de la distribución del ingreso entre 2002 y 2007 muestra tres situaciones claramente diferenciadas en América Latina. Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, El Salvador, Nicaragua, Panamá, Paraguay y Venezuela “presentan una importante reducción de la brecha entre los grupos extremos de la distribución, tanto por el aumento de la participación en los ingresos de los grupos más pobres como por la pérdida de participación de los hogares situados en la parte más alta de la escala de distribución”. Un segundo grupo de países, constituido por Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Perú y el Uruguay, se caracteriza por un “relativo” estancamiento de su estructura distributiva. Aun cuando en la mayoría de ellos las brechas han tendido a reducirse, las eventuales variaciones no han sido suficientemente significativas. Por su parte, en Guatemala, Honduras y la República Dominicana lo que pasó es que aumentaron las brechas entre grupos extremos de la escala de distribución.
8. La desigualdad por la vía del ingreso es apenas una de las formas en que se encarnan las desigualdades en Honduras; y cada desigualdad genera otras, a cual  peores y casi en proporción geométrica. Sólo hay que ponerse a pensar en las desigualdades por razón de género o las desigualdades ideológicas o las desigualdades de quienes controlan los recursos públicos y privadas, o las desigualdades que surgen de las normas legales o de los prejuicios sociales. Pese a la injusticia crónica y visible, los capitanes del capital, consideran que el país está bien como está, que quizá requiera algunos retoques pero nada más. Ideológica y políticamente no avanzaron, por eso no extraña que para el golpe hayan recurrido a figuras, métodos y justificaciones de la guerra fría de los años 80, como la justificación de sus abusos e ilegalidades a partir de la supuesta existencia de un “estado de necesidad” o del “mal menor”.  A ese sector se le puede aplicar la frase de que si pierden un milímetro de sus privilegios, piensan que han perdido un kilómetro, lo que explica, de alguna manera, que despreciaran la oportunidad histórica que les ofreció Mel Zelaya de reciclarse puesto que el presidente derrocado nunca dejó de ser liberal, por muy chavismo de que lo acusaran.

Lo coyuntural: El Presidente Zelaya, el Chavismo y la cuarta urna
9. El 27 de enero del 2006 asumió la Presidencia de Honduras, Manuel Zelaya luego de ganar inesperadamente las elecciones generales con 23% de los votos válidos a su favor. Ese porcentaje tan bajo confirmó el desencanto de la población respecto a la democracia electoral porque la población no siente mejoras importantes en sus condiciones de vida. Zelaya llegó a la Presidencia con una sobrecarga de ofertas y bajo la presión de una fuerte demanda de mejoras visibles a corto plazo. Sin embargo, había cierto optimismo respecto a su gestión puesto que coyunturalmente los principales indicadores económicos mostraban cifras positivas, aunque volátiles. Al margen de las expectativas, el golpe confirma que Zelaya a lo sumo tuvo una oportunidad buena para la reforma, pero no para anunciar o prometer transformaciones sustanciales. Cualquier intención de cambio estaba condenada a darse en un contexto de gobernabilidad frágil y asediada. Una pregunta de fondo no se planteó en el Palacio de Gobierno: ¿qué era lo posible y qué era lo deseable? Para efectivamente intentar cambiar el rumbo del país, se tenía que corregir un error histórico: el mantenimiento de un modelo de crecimiento económico que profundiza las desigualdades y las inequidades.
10. El Presidente Zelaya tuvo muchos desaciertos (entre ellos la inefectividad de su gobierno, su protagonismo por encima de la institucionalidad y la legalidad, su permisividad a los abusos, la pésima escogencia de su gabinete -con escasas excepciones- y su falta de una propuesta coherente de gobierno), pero también introdujo elementos interesantes y novedosos en el ejercicio del poder. En su nuevo papel y ante la imposibilidad real de satisfacer las demandas gremiales, de empleo y protección social, Zelaya propuso la construcción de un acuerdo nacional al margen de los problemas inmediatos del país, y por encima del bipartidismo y de los procesos electorales: la convocatoria (cuarta urna) a una Asamblea Nacional Constituyente con la responsabilidad de aprobar una nueva Constitución de la República para “refundar Honduras”. La nueva Constitución fue proyectada desde el oficialismo como “la solución total a los problemas nacionales”, mientras que para la oposición oligárquica era “el caballo de Troya de Chávez y la madre de todos los males por venir”. El riesgo de la iniciativa presidencial era elevado, sobre todo cuando innecesariamente involucró a las Fuerzas Armadas en el proyecto de acarreo para la consulta de la cuarta urna y les dio la excusa para iniciar la lucha contra lo que denominan “el comunismo disfrazado de Socialismo del Siglo XXI”. Zelaya desde el inicio de su mandato cortejó a las Fuerzas Armadas y lo hizo de la manera más tradicional: a cañonazos de presupuesto. La primera acción en esa vía fue asignarles cuantiosos recursos para proteger los bosques de la región oriental (a costa incluso de un movimiento ciudadano que se había venido construyendo paulatinamente) y lo cerró con la decisión de encargarles –como si fuera una empresa civil- la construcción de una terminal comercial en el aeropuerto de palmerota. Sin embargo, la ideología se impuso y, de hecho, el golpe se comenzó a preparar desde hacía meses, pero no hubo intentos serios por evitarlo, ni se calculó su magnitud e impacto. Para Casa Presidencial, el tiempo corría demasiado rápido en su contra. En un escenario de crispación y carente de posibilidades reales de concertación, el gobernante optó por intensificar su retórica ante los denominados “poderes fácticos” y, en paralelo, fortalecer una política que sus adversarios siempre calificaron de “populista”. Además de un aumento significativo y justo al salario mínimo, relanzó la Red Solidaria (merienda escolar, matrícula gratis, paquete básico de salud, bono tecnológico, bono y becas estudiantiles) que pasó de un presupuesto de 2,222.7 millones de lempiras en el 2006 a 3,446.4 en el 2008. Al mismo tiempo decidió, en su último año de mandato, no enviar al Congreso Nacional, para su aprobación, el proyecto de Presupuesto General correspondiente al 2009. La confrontación entre el Poder Ejecutivo y los grandes dueños del poder político,  económico, financiero y mediático estaba en su fase culminante, y en alguna mansión unas cuantas familias fijaron la fecha para desempolvar el viejo recurso del “madrugón castrense”  y pusieron en acción a las viejas y nuevas lealtades.

El Golpe Militar o el retorno de los viejos tiempos
11. El 28 de junio tuvo lugar el “Golpe de Estado” y la expulsión arbitraria del país del Presidente Zelaya. Treinta años después de que el General Melgar Castro fuese sustituido por la vía rápida por el General Policarpo Paz García,  las Fuerzas Armadas salieron de sus cuarteles no para asumir directamente el poder, pero sí para tener más poder, y bajo el argumento de atender el reclamo de los civiles para tutelar la alternabilidad democrática. Los detalles de cómo se urdió el golpe, cómo y quiénes participaron seguramente saldrán a luz pública pronto. Lo que se desencadenó es la peor crisis político-institucional desde el retorno al orden constitucional. En un marco de irrespeto a las leyes, nadie midió las consecuencias de sus actos. Los golpistas comenzaron con el absurdo jurídico de negar el Golpe de Estado y llamarle sucesión presidencial e incluso un rutinario cambio de gerente por otro. El rechazo diplomático de la comunidad internacional a esas afirmaciones fue unánime, aunque no decisivo en lo inmediato. La valoración de la repercusión internacional del Golpe y sus implicaciones en América Latina (especialmente en los países del ALBA) o en los vínculos del continente con Washington merece un análisis específico. Es obvio que en Honduras se interiorizó el conflicto internacional, pero conservando para los ejecutores del golpe un margen propio de toma de decisiones.  Para  Micheletti y sus partidarios el objetivo central no era la encuesta (la encuesta, legal o ilegal, fue una excusa) sino el proyecto chavista en Honduras que podía fortalecerse a partir de la consulta. Temieron que  Zelaya acumulara más poder que el bipartidismo y convocara antes de las elecciones generales de noviembre próximo a una Asamblea Nacional Constituyente que aprobara una nueva Constitución bajo el socialismo del siglo XXI y le permitiera al mandatario continuar en el poder. El golpe fue preventivo, marcado por el temor ideológico que del discurso presidencial se pudiera trascender a los hechos sociales.  Así se explica que los cargos contra el Presidente Zelaya son de naturaleza política: “Traición a la Patria, intento de cambiar la forma de Gobierno, abuso de poder y desacato a las autoridades”. A Zelaya no lo quitan por acusaciones de corrupción (esas surgen después; todo fue después; la supuesta carta de renuncia del mandatario, la orden de captura, el requerimiento fiscal, las investigaciones de los organismos contralores, etc) sino por el riesgo que implicaba para el estatus quo que la “semilla de la confrontación ideológica y de clases fuera sembrada en Honduras”. 
12. Por sus características, el golpe confirmó el aglutinamiento de la ultraderecha en un solo bloque y la puesta a disposición de todos sus recursos, mediáticos, ideológicos, financieros y represivos, en respaldo al cuartelazo. Con absoluto apego bipartidista, los golpistas tienen un proyecto que en un principio se revela claramente como conservador, anticomunista y nacionalista. Una de las organizaciones creadas para apoyar a Micheletti refleja precisamente la mentalidad en el trasfondo: “Movimiento Honduras es nuestra”. Dentro de su visión abogan por la integración de las iglesias al Estado, por mantener el modelo de economía neoliberal y por la necesidad de preservar al país bajo los “valores” de siempre (Dios, Patria, Libertad y Mercado).
13, ¿Cuánto tiempo se sostendrá Micheletti en el poder? El plan oficial es entregarlo el 27 de enero próximo a quién resulte ganador en las elecciones generales de noviembre. Puede que llegue hasta esa fecha y puede que no. La situación económica y social tiende a ser insostenible, y la posibilidad de que la represión se intensifique es muy alta, en todo caso el golpe puede ser de corto plazo, pero el golpismo no.

Perspectiva general de la crisis
Con las profundas heridas institucionales y sociales que se derivan del Golpe de Estado, la precaria gobernabilidad actual se mantendrá  antes e inmediatamente después de las elecciones generales de noviembre próximo, y es improbable que los comicios satisfagan la aspiración de las elites de poder de que sean el instrumento para normalizar la situación nacional, aunque lleguen a ser “transparentes y concurridas”. Para los candidatos presidenciales de los partidos liberal y nacional (que se han revelado incapaces de proponer soluciones a la crisis) el peor escenario posible sería recibir la banda presidencial de manos de Micheletti. Influyentes naciones, como España, han advertido que no reconocerían la legitimidad de ese traspaso.
Lo que vendrá después del 27 de enero tampoco será fácil. Además de que lo peor del desplome económico y financiero se sentirá en el 2010, el golpe, agresivo y fundamentalista, agudizó una polarización ya existente en la sociedad hondureña y le redescubrió una variable política e ideológica que se venía gestando inadvertida, pero consistentemente en el marco de las desigualdades. Ese carácter cismático de la crisis, presente incluso en el interior de las propias familias, persistirá después de que se alcance algún acuerdo de solución temporal, de tal manera que la tendencia inmediata es a una inestabilidad creciente y que la misma encuentre nuevos factores desencadenantes; electorales, económicos y sociales. El panorama se agrava porque la institucionalidad, ya de por sí debilitada, terminó de afectarse con los sucesos del 28 de junio, lo que implica que las tareas de reconstrucción de la administración pública (y también de la ciudadanía organizada) serán complejas y de largo plazo. A lo anterior habrá que sumar que el costo económico y social del golpe es muy elevado (los empresarios lo estiman para ellos en más de tres mil millones de lempiras en el primer mes) y su impacto se sumará al de la crisis internacional que ya estaba teniendo efectos. En suma, el país no iba bien y ahora va peor. Un panorama de tanta inestabilidad e incertidumbre plantea que una respuesta estable y duradera al golpe y al golpismo pasa porque en la mesa, externa e interna, de negociaciones  se reconozca el papel de la ciudadanía como sujeto de las mismas y se aprueben reformas estratégicas de Estado. Avanzar en la democracia participativa es una exigencia real, no inventada. Ya en el pasado reciente desperdiciamos la coyuntura excepcional que brindó el impacto del huracán Mitch para transformar Honduras; sería una tragedia que también se desaproveche el potencial de cambio que encierra esta fractura. La sombra de los muertos por balas reales, no de goma, víctimas de la represión, vuelven cínica cualquier demagogia al respecto. Quizá el elemento esperanzador radique en reconocer que la necesidad del cambio  no nació con Mel Zelaya, y tampoco morirá con el golpe. Sin duda, es otra la Honduras después del 28.

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